martes, 9 de diciembre de 2008


EL TESORO DE SIERRA MADRE

Una de las mejores películas de aventuras de la historia, tan entretenida como lóbrega, de una belleza plástica encomiable. Es lo que pasa cuando en la dirección se besa el cielo y en la interpretación se juntan espaciotemporalmente los actores más adecuados para las características de cada personaje: Bogart siempre tuvo esas pintas de paleto avaricioso con culo plancha y pantalones hasta los sobacos, con lo cuál sólo tuvo que aprenderse el guión para resultar creíble, sin necesidad de "esforzarse" como hacía cuando le tocaba ir de traje; Tim Holt representa perfectamente la honradez en constante lucha con el egoísmo –magnífica la escena del derrumbamiento de la pequeña mina–; y Walter Huston represente la ambigüedad, pues, aunque todos queremos verle desde el principio como un abuelete resabiado pero de buen fondo, hasta el final no sabemos realmente de qué pie cojea. Vamos, que John Huston logra que seamos uno más en la excavación y que desconfiemos de todos nuestros compañeros.Es el tesoro de Huston, no me cabe ninguna duda.

“El tesoro de sierra madre”, sin embargo, es un clásico atípico. Un clásico inclasificable, manufacturado como a Huston le gustaba hacerlo: sin cánones, ataduras o libretos preestablecidos. A su bola, como siempre. Un bisoño John rompió la baraja e hizo la peli que le salió de la gana. Sin héroes, momentos trepidantes, trasfondo épico ni agua de borrajas. Un verdadero decálogo de fracasados, de desheredados, de seres desprovistos de cualquier código ético que luchan como gatos panza arriba para esquivar su mal fario y alcanzar lo que nunca tendrán: una vida cómoda y apacible. En este sentido, Fred Dobbs (Bogart) sintetiza a la perfección ese prototipo. Despojado de cualquier atisbo de firmeza, integridad o empatía, Dobbs tritura nuestra ingenua y romántica percepción del aventurero por excelencia y se nos revela como un tipo mezquino, cobarde e indeseable. Aún así, el retoño de Walter no quiso ser excesivamente implacable con su público y le reservó a su progenitor un papel algo más agradecido y carismático. Nadie mejor que su propio padre podría haber personificado esa socarronería y picaresca tan genuinamente hustoniana.

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